Agonías y misterios de parir un tango
Como en este instante, yo supe sentir, en otros barrios, en otras milongas, azules nostalgias en el corazón que saben aparecer en el momento menos pensado. Florecen para marchitarse en medio de un tango furioso o de un valsecito liviano y triste. Son nostalgias mágicas, grutas abismales de silencio y de miedo que parecen enquistarse en la continuidad de una melodía. Las acompaña el sonido irregular de mis latidos, su batir desenfrenado y arrítmico. Una vaga sensación de mareo, de ansiedad súbita y creciente que altera la respiración. Conciencia de una tensión corporal parecida al borde informe de la muerte o al encuentro casual con una mujer vestida de negro en las calles de algún barrio lejano y siniestro.
Pero también algo más crece, algo monstruoso e indefinido que da inequívoca certeza de vaguedad, de perdido grano de arena en un desierto. El tango continúa, se entrevera entre la noche y el nácar de los fueyes. Ahora aparecen imágenes lejanas y pesadas, el cielo rojizo cayéndose a pedazos sobre mis hombros. Mujeres ajenas y bellas, tristes siluetas que son el símbolo de un fracaso, de una lucha obligada y vana. Rostros perdidos en la noche bajo el tango y el humo de los cigarrillos.
Brumosa humareda de la que emergen, sueltos, los brazos y las piernas, los labios pintados y las carteras discretamente colgadas del hombro derecho. La mesa sucia con vasos y ceniceros a medio llenar, montañas de risas y cenizas. Noche cerrada y mística, espejo deslumbrante de otras tantas tristezas imborrables. Adentro, el tango nace entre gritos y sangre, es parido por el aire de los bandoneones. Afuera Buenos Aires, la honda y melancólica Buenos Aires con sus calles y sus lunas. Danzantes figuras que el humo traza y que el aire pesado dispersa, recuerdos: el sueño infinito de viajar a París, cosas que ocurrían a pesar mío pero que yo creía hartas de voluntad y de deseo.
Máscaras, grotescos disfraces que toda tragedia se complace en usar, algunos pocos compases en re mayor. Parejas besándose frente a mí, personas tan efímeras como el humo de mi cigarrillo, gente que jamás volveré a ver, que no volveré a oír ni siquiera ahora que las evoco pero nada más que porque fueron presencias enigmáticas, desapercibidos engranajes de una máquina que es también el sonido de ciertos tangos que se obstinan en no desaparecer.
Ahora, por ejemplo, suenan las últimas notas de este tango fatal y el viejo y el hombre con la pata de palo andan, lerdos, detrás del organito. El organito triste perdido en el crepúsculo. Canyengue y trágica constelación de notas que cifran mi destino y que permiten, tan ajenas como ciertos abrazos, la búsqueda perpetua, la absurda condena de buscar para siempre lo que no está, lo que se fue…
Azuka, volvé que se descompuso el Eva.
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