Carta a la señorita Sol

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Victalia

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          Hola, señorita Sol. Le escribo rápido y casi a escondidas porque el señorito Absa duerme y porque sé que usted es amiga de la señorita Victoria. No se imagina la emoción que me produce ver que por cada golpe de mis patitas aparece en la pantalla una letra. Me costó un montón dar el golpe en el lugar preciso (no tengo que impactar con la patita de lleno sobre la letra sino, justo antes de llegar a tocarla, inclinarla un poquito y disminuir la fuerza). Me costó muchísimo, señorita, pero vea qué bien puedo hacerlo. Hasta logré mantener apretada la tecla de la flechita mientras pulso otra para que la letra aparezca en mayúscula. Mire, mire: S E Ñ O R I T A S O L. Yo sé que quizás a usted no le importe demasiado esto pero me siento tan orgullosa que necesitaba decírselo. ¿Jefe será también capaz de un prodigio similar? Yo no lo creo. Porque aunque veo en sus ojos la misma intrepidez y seguridad que tengo yo, no creo que la señorita Victoria lo deje hacer todas las cosas que yo hago. Hay una diferencia entre nosotros: él es de la señorita Victoria y yo no soy de nadie, no tengo dueño o, dicho en otras palabras, soy libre. Ya sé qué me va a decir: que nosotros no somos como los perros, que entramos y salimos cuando queremos y que de alguna manera no estamos atados a nadie. Es cierto. Pero la mayoría de los gatos y las gatas siempre tienen un lugar al que volver, un hogar, y yo no tengo. Yo ando por el barrio, camino por las cornisas, me doy baños de luna en las terrazas y me subo a la copa de los árboles sin que nadie tenga que ayudarme a bajar. Mi hogar es todo el barrio porque todos me quieren. Aunque bueno, en relidad no todos. ¿Sabe usted, señorita Sol, que hay un hombre que no me quiere? Es un hombre malvado que vive en una iglesia y que si no fuera por la señora Mabel ya me habría envenenado. Parece que al señor ese le molesta que yo pasee cerca del jardincito que hay en la iglesia. Si usted viera lo lindo que es le gustaría tanto como a mí: tiene rosas y claveles y muchas flores chiquititas y amarillas que no sé cómo se llaman. Era precioso y a mí me gustaba mucho ir allí hasta que la señora Mabel me dijo que no lo hiciera más porque el señor ese no me quiere. Nunca pude entender por qué no me quiere porque a mí no me caía mal el señor y yo nunca le hice nada malo. Ahora, cada vez que paso por la puerta de la iglesia y lo veo con la manguera detrás de las rejas negras regando el jardincito le clavo mis ojos con una mirada amenzante, llena de odio. Yo creo que logro asustarlo porque casi siempre que hago eso el señor suelta la manguera enojado y empieza a moverse y a tocarse el cuerpo hasta que saca un teléfono celular y empieza a hablar desesperado, a los gritos. Para mí que pide ayuda porque sabe que lo tengo entre ceja y ceja pero la señora Mabel me dijo que son ideas mías porque el señor, en realidad, lo que hace es discutir con su esposa. Para mí, en realidad, pide ayuda porque se da cuenta que lo miro con odio, pero como la señora Mabel es tan buena no quiere que me preocupe y que piense que el señor está llamando a sus amigos para hacerme algo malo. Igual yo no le tengo miedo, estoy preparada para defenderme.

          ¿Sabe cómo aprendí a defenderme? Fue gracias a los chinos de acá a la vuelta. Yo siempre pasaba por la puerta del supermercado y me quedaba mirando al chinito que cobraba en la caja. No sé por qué me llamaba la atención. Quizás era por el pelo negro que tenía ( porque yo siempre quise tener el pelo negro y brilloso) o quizás por su mirada misteriosa. No sé cómo explicarle, pero la mirada del señorito chino era distinta a las de otras personas que yo veía por el barrio y estuve muchos días tratando de descubrir qué era lo que la hacía tan especial. Era como si siempre estuviera resolviendo cálculos matemáticos o haciendo muchísima fuerza por recordar algo, ¿su tierra natal a la que tanto extrañaba?¿las coloridas calles de Pekín? ¿las bailarinas exóticas de los clubes nocturnos de Shangai? ¿un plato de arroz? No podía saberlo, pero era como si hubiera una luz constante e incandecente que lo cegara y lo obligara a entrecerrar los ojitos. Lo primero que pensé fue que lo que le molestaba vendría de la heladera que estaba enfrente de la caja registradora o de ese hornito que tienen y que usan para hacer pan. Quizás el fulgor de la heladera abierta le molestaba o era el calor del pequeño horno el que hacía que tuviera que cerrar los ojitos. Usted no se imagina la sorpresa que me llevé cuando decidí entrar para comprobar mis teorías. El primer día fui hasta la heladera y me quedé mirándola pero no noté que la luz fuera más potente que la de los tubos que estaban en el techo. Al horno no lo pude examinar demasiado porque la chinita que cortaba los fiambres, apenas me vio intentando abrir la puerta, me tiró con un trapo sucio y tuve que salir corriendo. Me quedé pensando todo el día en lo que había pasado y a la noche, cuando fui a buscar mi cena a lo de la señora Mabel, me di cuenta de algo en lo que, quizás por el apuro o el susto, no había reparado antes. A pesar de lo breve de mi inspección, había descubierto una cosa nueva y era que la chinita también tenía esa mirada misteriosa, como si estuviera queriendo recordar algo. Pobrecitos, pensaba yo, tan lejos de casa, seguramente se la pasan pensando en China. Sin embargo no lloraban, y yo cuando me acuerdo de algunos lugares lindos a los que ya no puedo ir más, a veces lloro un poquito. Me pasa, por ejemplo, con el jardincito de la iglesia al que no puedo volver por culpa del señor malvado que dispara con la manguera. A veces mientras descanso bajo la sombra de algún árbol en verano, o en invierno, cuando me acurruco en las ruedas de los autos, pienso en el jardincito con sus rosas blancas y sus claveles y sus florcitas amarillas y me vienen ganas de llorar. Me pongo triste, como todo el mundo, pero nunca se me entrecierran los ojitos, como a los chinos. No me acuerdo por qué le estoy contando todo esto, señorita Sol, pero quiero que sepa que mientras lo hago, de repente, además del inmenso orgullo que siento por poder al fin escribir y demostrarme a mí misma que tantos meses de estudio por fin rinden sus frutos, me pone contenta saber que usted va a leerme y que, quizás, va a hacerle llegar a Jefe lo que escribo. Pero bueno, ¡ya me acordé! Le estaba contando cómo es que aprendí a cuidarme de algunas personas gracias a esto que me pasó con los chinos.

          Estuve investigando durante toda una semana en el supermercado. Me paseaba por las góndolas, me dejaba acariciar por los clientes y hasta jugaba con el boliviano que vendía verduras frente a la caja registradora. Pero lo que más me gustaba hacer era mirar mi cara en las baldosas relucientes. ¡Usted no se imagina lo limpito que dejan el piso los chinos! ¡Hasta podía ver mis bigotes y los puntitos color ámbar de mis ojos! A veces una persona fea me quería acariciar y yo corría y me resbalaba de lo limpio que estaba el piso. De a poco, empecé a darme cuenta de que no molestaba y que , como pasa en la mayoría de los lugares a los que voy, además me querían. Por eso fue que empecé a pasear por rincones nuevos y me animé a entrar, una tarde, a la puerta que estaba en el fondo del local. Ojalá nunca lo hubiera hecho. En un descuido del señorito que atendía en la carnicería, me escabullí por una puerta que había quedado entreabierta y los vi. Era una habitación enorme a la que se llegaba después de bajar una escalera de cemento y en la que, además de haber mercancías de todo tipo y frutas y verduras y cajas con olor a podrido, estaba llena de chinos. Nunca vi a tantos chinos juntos en mi vida. Serían unos diez o quince y a pesar de que no había demasiada luz, todos tenían los ojos entrecerrados como el señorito de la caja. Lo asombroso es que eran todos iguales y no sé si sería por la penumbra pero hasta parecían más amarillos que los que estaban en la superficie. Al principio no se dieron cuenta de que yo estaba allí y pensé en quedarme un rato más para seguir investigando hasta que vi algo que me heló los bigotes: al fondo de todo, y detrás de una olla enorme que habían puesto a hervir en una hornalla, había un chino muy viejo que, sentado sobre un cajón de verduras, acariciaba a un gato que miraba hacia la olla petrificado. Le juro, señorita, que nunca más en mi vida me voy a olvidar el horror que vi grabado en el rostro de ese indefenso ser de mi propia especie. Sus ojos parecían querer perforar la olla mientras el Matusalén oriental lo tenía agarrado con las dos manos y dejaba caer, con lentitud obscena, un hilo de baba por su boca. Cuando ese chino malo se levantó y empezó a acercarse a la olla, el gato atrapado entre sus manos me miró desesperado y yo salí corriendo lo más rápido que pude. Trepé en menos de un segundo las escaleras y crucé como un pájaro las calles y las veredas que me separaban de la casa de la señora Mabel, que por suerte no me preguntó nada y me acarició y me rasco la pancita como a mí me gustaba. Después, con el paso de los días, se me ocurrió pensar que quizás yo había sido una malpensada y que el gato ese era amigo de los chinos, como yo soy amiga de la señora Mabel o del señorito Absa, pero a pesar de tener en cuenta esa posibilidad nunca más me animé a volver a entrar al supermercado. Había aprendido que no todo es, en el fondo, como parece en la superficie, y otra cosa más importante e interesante: que aparentemente todos los chinos del barrio tienen los ojos rasgados. Al principio me costó creerlo pero no fue difícil comprobarlo, porque después de ese día siempre que paso por un súper chino miro con atención a los que trabajan allí y hasta ahora, en todos, sin importar en qué calle estén, veo chinos con los ojos así estiraditos como si los cegara una luz enorme.

          Lo que pasó en el sótano del supermercado fue, sin dudas, una de las peores experiencias que viví en los pocos años que tengo pero me sirvió para aprender, además de lo que le comenté, que de todo lo malo siempre se puede sacar algo bueno. Porque si no hubiera sido por ese chinito que me llamó la atención al principio de todo, yo nunca hubiera conocido al señorito Absa, al que quiero un montón aunque él no lo sepa.

          La primera vez que lo vi fue durante esa semana en la que yo iba todos los días a intentar descubrir el misterio de los ojos rasgados. El señorito no estaba limpito y sonriente como ahora, sino que tenía una barba sucia y desordenada y sus ropas estaban todas arrugadas y malolientes. Además siempre estaba triste y parecía enojado con todo el mundo.Yo nunca me animé a averiguar pero para mí que los chinos le hacían mal, porque desde que dejó de ir, el señorito parece otra persona y no hace ninguna de las cosas raras que hacía cuando los visitaba todos los días. Porque cuando iba a lo de los chinos vivía de noche y dormía todo el día y el lugar este tan ordenadito y perfumado en el que estoy escribiendo ahora, era un verdadero chiquero. Usted no se imagina, señorita Sol, el desorden y la mugre que había acá. Seguramente usted ya se dio cuenta de que yo soy una gata muy curiosa, además de linda e inteligente, y de la misma manera en la que me intrigó el misterio de los chinos también me llenó de curiosidad saber por qué el hombre ese desgarbado y sucio estaba tan triste. Entonces empecé a seguirlo para saber en dónde vivía como había hecho con la señora Mabel, con Carlitos, el diarero de la otra cuadra, o con la señorita Cecilia, que me sigue comprando los mejores pedazos de hígado y bofe que me daba cuando iba a estudiar al Jardín. A mí en el barrio me quieren todos menos usted ya sabe quién (el hombre malo de la manguera) y pensé que al señorito Absa lo iba a poner contento que yo quisiera ser su amiga. Además quería que me conozca porque él era el único que estaba despierto por las noches cuando todos los demás dormían y yo no tenía con quien estar. Entonces empecé a seguirlo y cuando supe en dónde vivía me metí en su habitación. En realidad esto es un apartamentito en un primer piso y fue fácil entrar porque la rama del árbol que está en la vereda cuelga justo debajo de su ventana. La primera vez entré despacito para no hacer ruido y me quedé sentada en un escritorio enorme de madera que tiene justo al lado de la ventana. Serían como las tres de la mañana y el señorito estaba mirando televisión y me parece que debía tener mucha sed porque había un montón de botellas sobre la mesa y hasta algunas en el piso. Me quedé mirándolo un largo rato y como estaba de espaldas y no podía verme me bajé del escritorio y empecé a investigar el lugar. Hubo dos cosas que me intrigaron mucho y que nunca había visto antes. La primera estaba debajo del escritorio y era como un cajón negro, con botoncitos blancos a los costados. Descansaba adentro de un estuche abierto y con un montón de papeles encima. Los papeles también también me intrigaron un montón porque aunque yo todavía no sabía leer, me di cuenta de que no estaban escritos como todos los otros que había visto sino que tenían rengloncitos y puntos y rayas rarísimas. Lo segundo que me intrigó fue la cantidad de libros que había. Para que se de una idea, una de las paredes de la habitación estaba completamente cubierta de libros. ¿Qué dirían esos libros?¿Eran todos de él?¿Estaría en ellos la razón por la cual el señorito estaba tan triste? Esas cosas me estaba preguntando cuando me di cuenta de que se había puesto de pie y que venía directamente hacia mí. Me parece que no me vio, pero nunca pude comprobarlo porque apenas dio dos pasos se cayó de bruces al suelo. Yo me asusté tanto y salí, como siempre que tengo miedo, corriendo con todas las fuerzas que tenía en mis cuatro patas.

          El susto que tuve fue tan grande que pasaron varios días hasta que volví a animarme a entrar a esa misteriosa habitación. Además esa fue justo la semana en la que descubrí al chino legendario con la olla y la verdad es que se me fueron las ganas de seguir teniendo aventuras. Me dije que tenía que ser como las gatas de mi edad y dejar de ser tan curiosa y entonces me limité, por las noches, a perseguir lauchitas y ratas. Estuve así varios días hasta que una noche en la que había una luna llena y enorme escuché por primera vez el sonido que hizo que volviera a mis andadas. Estaba tirada en una terraza mirando a la luna. Yo no sé si a usted le gusta la luna a pesar de que se llame Sol, pero a mí me encanta mirarla y esa noche estaba más amarilla y más grande que nunca. Hasta parecía que estaba más cerca y que en cualquier momento iría a chocar contra esos edificios altísimos que hay a lo lejos y que yo siempre quise conocer. Lo que oí mientras miraba al cielo lleno de estrellas fue la canción más triste que escuché en mi vida. Era tan triste que, sin darme cuenta, empecé a maullar muy fuerte. Me empecé a sentir rara y no sé por qué pero no podía parar de quejarme mientras miraba a la luna. No sé, entré como en un trance y de repente empecé a buscar de dónde era que venía ese sonido hasta que lo descubrí. Sí, señorita Sol, venía de la ventana, de la habitación misteriosa. Me olvidé de todo eso de ser una gata como todas las demás y trepé lo más rápido que pude a la rama del árbol. Desde allí lo vi al señorito Absa sentado, con el cajón negro sobre sus piernas. Tenía las manos a los costados del intrumento y con los dedos apretaba los botoncitos blancos. Estaba llorando mucho y se ve que todavía tenía mucha sed porque a su alrededor, otra vez, vi un montón de botellas. La música ahora era más triste todavía y, de nuevo, empecé a maullar sin darme cuenta. Los sonidos que salían de mi garganta eran cada vez más agudos y prolongados y por un instante me pareció que nosotros dos éramos los únicos seres vivos despiertos a esa hora de la noche. Sentí que me temblaba todo el cuerpo y que las notas, funerales y trágicas, me envolvían como si salieran de un órgano que, oscuro y violento, rugía en el rincón de una catedral inmensa. Porque eso era esa música: una catedral inmensa y abandonada, hecha de tristeza y de estrellas titilantes. Fue un momento mágico, señorita, pero que se vio interrumpido porque en realidad no éramos los únicos despiertos. En medio de mi maullido más desgarrador, un zapatazo impactó de lleno contra mi lomo y tuve que hacer uso de toda mi astucia y agilidad para no caer al suelo. El señorito Absa no se había dado cuenta de nada pero abajo había un señor gordo, en pijamas, que vociferaba todo tipo de improperios y, no sé por qué, se refería siempre a la madre del señorito. El señor gordo era un verdadero maleducado porque evidentemente no tenía la sensibilidad suficiente para apreciar ese tipo de música. Pero gracias a él pude finalmente saber qué era ese cajón negro, porque entra las muchas barbaridades que salieron de su boca hubo una frase que resolvió, al fin, el intrigante misterio: “Pero por qué no te metés el bandoneón en el orto, la concha de tu madre”. Cuando escuché eso, abrí bien grande los ojos y respiré aliviada. ¡Así que esa caja negra era un bandoneón! Estaba tan contenta de haber averiguado cómo se llamaba ese instrumento del que salía música que me fui corriendo por las terrazas hasta que, cuando llegué a la puerta del edificio de la señora Mabel, me sentí muy cansada y me tiré a dormir.

          Usted se debe de estar preguntando cómo es posible que una gata como yo sepa leer y escribir y precisamente porque quiero contarle eso es que le relaté lo anterior. Porque después del incidente con el señor gordo, me di cuenta de que iba a ser muy difícil que el señor Absa quisiera ser mi amigo y eso lo comprobé cuando, una noche, mientras estaba sentada en el escritorio de madera, el señorito se alejó de la televisión, fue hacia la heladera y, escondido detrás de la puerta, me disparó con un sifón de soda. Se ve que no me quería nada porque, siendo él un hombre con tanta sed, no le molestó gastar soda con tal de que no lo visitara más. Así fue que decidí no volver a la habitación misteriosa. No al menos hasta que aprendiera a leer, porque pensé que si pudiera leer alguno de todos esos libros que tenía allí, quizás podría descubrir la causa de su tristeza y su malhumor. Otro día, si usted no se aburre de todas estas cosas que le cuento, le explico con más detalles, pero lo cierto es que aprendí a leer en uno de los tantos jardines de infantes que hay acá en Florida. Elegí el más lindo de todos. Uno que quedaba en la calle Agustín Álvarez y que tenía muchos areneros y dos plantas de jazmines enormes que tenían una fragancia que me volvía loca. Además estaba cerca de la estación de trenes y eso hacía que, cada mañana, fuera contenta a tomar mis clases (me encantan los trenes, no sé si ya le dije). Al principio, como siempre, investigué la zona para comprobar que no hubiera peligro, ni chinos, ni señores barrigones. Entonces, de a poco, me fui haciendo amigo del personal de limpieza, de las maestras, de la directora y finalmente de los chicos. Me costó un montón infiltrarme en el pequeño universo del Jardín pero finalmente lo logré y pude, muy despacito, en las clases junto a los chicos, ir reconociendo primero las letras y después las palabras. ¿Sabe qué fue lo que me ayudó un montón?: las clases y las canciones de la señorita Cecilia. Otro día le voy a contar más de ella y de mi aprendizaje en el Jardín de la calle Agustín Álvarez, de la directora Amalia y de como allí fue que todos los chicos y las maestras decidieron que yo me iba a llamar Brisa. Pero por ahora le bastará saber que gracias a las clases y a las canciones que cantaba la señorita Cecilia con su guitarra, yo pude aprender un montón.
Así que cuando supe leer y escribir decidí volver a visitar al señorito Absa. Habían pasado casi tres años desde lo del sifonazo y no creía que siguiera enojado conmigo. Además yo había ido a visitarlo un par de veces sin que él se diera cuenta, cuando todavía estaba triste. Siempre le llevaba jazmines del Jardín y se los dejaba en la ventana para que le perfumen la habitación y a veces, cuando tenía mucha sed y dejaba las botellas tiradas por todos lados, me metía en su cama y me dormía acurrucadita junto a él. Siempre lo hacía cuando ya estaba dormido y me iba antes de que se despierte. Yo lo quiero mucho al señorito Absa y me da un poco de bronca que él no me tenga en cuenta porque yo soy muy linda y muy inteligente y, además, porque creo que podría ayudarlo con todas esas historias que escribe. Pero bueno, ahora tengo la esperanza de que con todo esto que pasó con la señorita Victoria y con usted, él empiece a verme de otra manera.

          Entonces le decía que decidí volver a visitarlo y usted no se imagina la sorpresa que me llevé. El señorito se había cortado el pelo y se había afeitado, hasta parecía más joven y todo. El piso y la cama y todo lo que había en la habitación estaba limpito como a mí me gusta y él ya no dormía de día sino que salía y volvía recién al atardecer. Precisamente por eso fue que podía entrar y quedarme casi todo el día sola. ¡No se imagina lo contenta que me puse cuando me enteré que el señorito era profesor de Lengua! Porque además de todos esos libros que tenía en las paredes, habían otros que el señorito usaba para trabajar y que sirven para enseñar a leer y escribir. Como esos libros eran los que quedaban casi siempre arriba de la mesa empecé a leerlos. Además a veces quedaban también sobre la mesa las pruebas que les tomaba a los chicos con sus correcciones y también me las leía. ¡Si usted viera lo burros que son los alumnos del señorito, no me creería! Por eso yo me entusiasmaba cada vez más, porque me daba cuenta de que si seguía así, muy pronto podría leer y escribir mejor que un humano. Otra cosa buena del cambio que tuvo el señorito fue que empezó a leer un montón y casi siempre dejaba sobre su cama o sobre la mesita de luz el libro que estaba leyendo. Salvo aquellos que eran muy nuevos y que yo no podía mantener abiertos con mis patitas, empecé a leer todos los que él leía. Por suerte no me equivoqué al pensar que seríamos buenos amigos con él, porque todo lo que lee a mí me encanta y dicen que una de las cosas más importantes para ser amigo de alguien es tener gustos en común. Así fue que, desde que empecé a venir todos los días acá cuando él se va a trabajar, leí a Faulkner, Conrad, Hemingway, Joyce, Orwell, Borges, Saer y muchos otros señores más que escriben muy pero muy bien. Estas vacaciones se le dio por leer a un señor que se llama MarioVargas Llosa, pero a mí algunos libros de él no me gustaron porque son muy chanchos.

          A pesar de que en estos días todavía está de vacaciones, yo me las arreglo para venir a leer y para chusmear las historias que escribe en la computadora y así fue como vi la foto de Jefe y de la señorita Victoria. No se imagina lo contenta que me pone saber que usted es mujer, porque seguramente me va a entender. Yo nunca en mi vida había visto un gato tan hermoso y tan misterioso. Quiero confesarle que lo primero que me volvió loca fueron sus ojos: ¿usted vio esos ojazos que tiene? Esa mirada desafiante y bien felina, dulce pero a la vez firme, no la vi en ningún otro gato. A veces pienso que me tocó el peor barrio del mundo y que todos los gatos lindos y buenos viven en otro lado. Yo sé que acá está la señora Mabel, y Carlitos el diariero y la señorita Cecilia y un montón de personas que me cuidan, pero a veces cambiaría la compañía de todos ellos por tener a mi lado un gato que me quiera. ¿Y los bigotes?¿Vio usted sus bigotes? No son flacuchos y débiles como los de los demás sino que tienen esa gracia y esa caída elegante que solamente tienen los gatos atentos y fuertes, los felinos que nacieron para hacer grandes cosas. No sé, me pasaría páginas enteras escibiendo sobre Jefe, el gato misterioso, pero creo que no harían falta para que usted sepa que me muero por conocerlo, o por poder ver alguna otra foto suya.

          Tenía que pensar de qué manera llegar a él y entonces fue que se me ocurrió intentar contactarme con la señorita Victoria. Ese fue el día que le cambié la foto de perfil al señorito Absa que, por suerte, se lo tomó con humor, aunque ahora no sé como reaccionará cuando se entere que estuve un dos años enteros entrando aquí, a su habitación, para leer sus libros y las cosas que escribe. Después me di cuenta de que con el cambio de la foto no alcanzaba para llamarle la atención a Jefe y fue entonces cuando se me ocurrió escribirle a la señorita Victoria. Ayer a la tarde aproveché que estaba sola y empecé a escribir la carta hasta que me di cuenta de que la señorita Victoria hacía rato que había bloqueado la cuenta de Absa. ¡Le juro que sentí que el mundo se me venía abajo! El que también se enojó fue el señorito Absa, aunque más que enojado lo vi intrigado y entonces fue que decidió escribirle a usted para preguntarle qué había pasado. Espero que no se enoje pero el domingo, usted en realidad chateó conmigo y no con él, lo que pasa es que no me animé a decirle que en realidad yo era Brisa, la gata que lee libros, escribe y ahora le usa la computadora al señorito Absa. No sabe el alivio que sentí cuando me dijo que Jefe no tenía nada que ver y que en realidad la señorita Victoria había bloqueado la cuenta porque el novio se puso celoso de Absa. Si me permite, y no se enoje por favor, yo no creí demasiado esa historia del novio, porque el sábado a la noche, mientras me quedé mirando las fotos de Jefe, leí que la señorita Victoria había ido a un recital sola, en el día de San Valentín. Pero bueno, si es verdad, ojalá que Jefe no sea igual que el novio de la señorita Victoria, porque a mí me gustaría que sea un gato seguro de sí mismo y que me acompañe y que esté siempre conmigo.
          Quiero que me diga la verdad, señorita Sol, por más cruel que sea. Porque prefiero sufrir ahora y no pasar semanas alimentando una ilusión que no sé si se concretará. ¿Usted cree que Jefe podrá enamorarse alguna vez de mí? Le hago esta pregunta con toda sinceridad y de mujer a mujer. Porque aunque es la primera vez que siento algo por un gato me parece que estoy enamorada. Yo leí, en los libros que lee el señorito Absa, un montón de hisorias de amores no correspondidos y tengo miedo de sufrir. Hay una historia que es rara porque tiene muchos diálogos. Es de dos chicos que se quieren mucho y termina muy mal porque la señorita, que se llama Julieta, se hace pasar por muerta y después el señorito que está enamorado de ella cree que ella realmente murió y se suicida. Es horrible esa historia y yo no quisiera que me pase una cosa así.

          Pero bueno, espero no haberla aburrido con todo esto que le conté y ojalá pueda usted decirle a la señorita Victoria lo que me pasa con su gato. ¿Usted no tiene otro gato? Ojo, no quiero que me tome por una cualquiera que se contenta con lo primero que ve, pero me vino curiosidad y usted ya sabe cómo soy cuando me siento intrigada y quiero saber algo. Si no le vuelvo a a escribir es porque ya sé que después de que envíe esto, el señorito Absa fatalmente se enterará de todo lo que estuve haciendo en su ausencia y, como lo conozco, seguramente se enojará mucho. Sería una lástima que vuelva a echarme como la vez del sifón porque, como ya le dije, yo lo quiero mucho.

          Así que me despido, con la esperanza de poder volver a escribirle y de que me traiga alguna noticia de Jefe. ¿Usted querría ser mi amiga? Porque me di cuenta, después de contarle tantas cosas, que me gustó mucho hacerlo. Podríamos ser buenas amigas y yo podría contarle más cosas sobre mí o sobre la señora Mabel, sobre el Jardín de Infantes o sobre el señorito Absa y además podría decirme, si usted tiene tiempo y ganas de investigar, si allá donde usted vive los chinos de los supermercados también tienen los ojitos entrecerrados.

          Le manda un saludo afectuoso

                    La gata Brisa.




Victalia




Azuka, volvé que se descompuso el Eva.
Editado por Absa, Más de 10 años

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