Sobre René Lavand

Victalia

Victalia


     “Nadie baja dos veces a las aguas del mismo río”. Quizás la anterior sea la frase más famosa e importante del filósofo presocrático Heráclito. Lo primero que uno piensa después de leerla es que es cierta, ya que el río, como el tiempo, fluye , y no sería descabellado pensar que el río cambia segundo a segundo, dado que sus aguas corren al igual que las del tiempo. De modo que el río no es el mismo. Sí, está allí, frente a uno, pero ha cambiado en los pocos segundos en los que nos distraemos al contemplarlo: los peces no son los mismos y las aguas tampoco. Y aunque eso parezca obvio y poco sorprendente, lo que realmente nos toca de esa sentencia no es lo que se refiere al río sino a nosotros. Así como el tiempo modifica las aguas también hace lo mismo con quien las observa: no podemos bajar dos veces a las aguas del mismo río porque el río no es el mismo y nosotros tampoco.
     Recuerdo que era por las tardes, en Montevideo, en la casa de mis abuelos maternos. Ellos se sentaban frente al televisor para ver las telenovelas y yo, acompañándolos sin ningún interés por las dichas y las tragedias de los personajes que mostraba la pantalla, me entretenía con una mesa y un mazo de cartas. Era un niño, tendría apenas siete años y poco sabía de villanos y de heroínas mexicanas o brasileras que sufrían porque la villana de turno le endilgaba un embarazo ficticio al galán. Y mientras la heroína lloraba y el galán sufría por el engaño de la villana yo construía castillos de naipes. Tarea ardua y delicada e hija del aburrimiento y, quizás, por qué no, de cierto afán quijotesco (que todavía, pasadas las décadas, no me abandona), ya que la gloria máxima que se podía alcanzar en esa empresa era llegar a la culminación del castillo sin que ningún derrumbe lo impida. Era un desafío constante contra las leyes de la gravedad y contra el pulso y la respiración, contra la firmeza de mis manos pequeñas. Entonces la ilusión era llegar a construir el último piso, la cima, para luego observar, por apenas minutos porque había que ir a cenar, la concreción del objetivo que, por lo general, llegaba después de dos telenovelas seguidas: algo así como dos horas en el tiempo de un adulto.






     Me resultaba inexplicable, recuerdo, esa inequívoca fascinación por los naipes y si bien es cierto que era un niño y estaba aburrido, no podía justificar la atracción que ejercían sobre mí. Podría haber elgido cualquier otra cosa, cualquier otro juego para pasar el tiempo pero había elegido ese. Un pasatiempo que involucraba una paradoja que yo era incapaz de ver por aquel entonces: con medios que presuponen el azar y el caos, ya que los naipes no son más que eso, yo pretendía erigir una construcción lógica e incorruptible, un orden. Con objetos azarosos y, por naturaleza, caóticos, pretendía cambiar sus funciones para tornarlos útiles y funcionales, para convertirlos en engranajes de una máquina perfecta en la cual cada elemento debía funcionar a la perfección y dejar de ser parte del azar para convertirse en orden y pilar de un castillo. Siendo aquel niño que construía castillos y se aburría en aquellos veranos en Montevideo tuve la oportunidad de ver, también junto a mis abuelos y por esa misma pantalla que repudiaba y que me había forzado a recluírme en los naipes, a un mago, a un ilusionista, a un señor que, con los mismos elementos que yo tenía en mis manos hacía lo imposible. Alguien que con esas mismas cartas desafiaba las leyes de la razón y de la lógica. Simplemente magia: un hecho prodigioso, la realización de lo imposible y con los mismos elementos que yo tenía en mis manos, pero con una sola. Y otra vez surge una paradoja que por aquel entonces yo no estaba capacitado para comprender: esos mismos naipes que para mí servían para crear un orden perfecto y lógico, en la mano de ese hombre de mirada penetrante y discurso hipnótico, lograban todo lo contrario, lograban el asombro, el desconcierto, la concreción de lo imposible, lograban el misterio, la emoción y la magia.






     Recuerdo que después de ver esos milagros decidí no volver a hacer castillos de naipes ya que consideré que aquel elemento que tenía y que era la baraja, tenía muchísimas más cualidades que las que yo conocía y que me serían imposibles de desentrañar. Y pensé eso porque yo era apenas un niño, y lo que había visto era a un señor mayor que me fascinó, que me quitó mi pasatiempo pero también me regaló algo maravilloso que es la dicha de ilusionarse, de disfrutar viendo una mentira que, aunque sabemos que no es cierta, nos conmueve de igual manera. Desde aquel entonces, y gracias a la mirada inocente del niño que era, siempre disfruté de la magia y de los magos.
     Por supuesto pasaron los años y ese pibe desapareció para convertirse en esto que soy ahora y mis recuerdos no suelen visitar ese periodo tan a menudo. El río, o el tiempo, corrió inescrutable y me encontré terminando la escuela primaria y la secundaria. La vida, como un río, me llevó por otros caminos que nada tenían que ver con los naipes. Me enamoré y fui rechazado, hice amigos, fui cadete de un estudio jurídico, preceptor, limpié baños, hice dos años de la carrera de filosofía, me volví a enamorar y fui correspondido, me obsesioné con el bandoneón y empecé a estudiarlo, toqué en los subterráneos y en una orquesta, viajé, conocí gente. En definitiva, viví. Viví, y como consecuencia de ello el niño que armaba castillos de naipes cayó en el olvido.
     Eso es lo que creí aunque, después de algunas décadas, un día me encontré sentado en un aula atendiendo algo que era “una clase demostrativa” de magia. Y allí, en una prolija aula del barrio de Palermo, en Buenos Aires, volví a ver alguien, esta vez de menos edad que yo, que con un mazo de cartas, despreocupadamente y sin saberlo, me estaba devolviendo una parte de mí, un pedazo de lo que yo era. Volví, décadas después, a sentir lo mismo que había sentido cuando era un pibe en Montevideo, volví a ilusionarme, a emocionarme. Volví a sentir aquella fascinación inexplicable que me obligó a abandonar mis castillos de naipes. Era magia, estaba sucediendo frente a mí y yo no era ningún niño, habían pasado décadas pero la emoción era la misma, era idéntica a la de aquel entonces, cuando vi a ese señor manco realizando prodigios con su lengua y su única mano. Y como el río, al igual que yo, no era el mismo, supe que debía aprovechar esa oportunidad y regalarme el tiempo y la dedicación para estudiar esos misterios que tanto me fascinaron.






     Estudié varios años el arte que es la magia y les aseguro que una de las cosas maravillosas que tiene es la de poder detener el río y volvernos al pasado. Después, también por cosas de la vida, tuve que abandonar esas prácticas para enfocarme en otras más mundanas y urgentes: trabajar y conseguir un título.
     En los últimos años me alejé por completo de estas cuestiones. Me deshice, incluso, de mucho material referente a la cartomagia que tenía en mi biblioteca y sólo me quedé con dos o tres barajas.
     Hoy por la mañana me enteré de la muerte de René Lavand. El hombre por el cual, hace ya algunos años, me decidí a estudiar ilusionismo. Durante aquellos años en los que estudié, solía regalarles a mis allegados algunas de esas maravillas. Nunca hice magia profesionalmente pero siempre que podía hacía desaparecer pañuelos, cigarrillos o monedas. Siempre llevaba conmigo una baraja que, cuando la ocasión lo ameritaba, salía de uno de mis bolsillos para entretener a amigos y compañeros de trabajo. Les aseguro que así como me gratificaba terminar de tocar alguna pieza en mi bandoneón y ver que se deslizaba alguna lágrima o que se manifiestaba algún atisbo de emoción en quienes me oían, no era menos grato volver a descubrir y comprobar, en los ojos de quienes me veían actuar con esas mismas cartas con las que hacía castillos, el asombro y la emoción, el desconcierto y la certeza de que lo imposible puede ser parte de este mundo.
     Esa modesta y elegante felicidad que me permití alguna vez se la debo por completo al gran René Lavand.
     Siempre le estaré agradecido por eso.
     Por eso y por aquel pensamiento, de Pablo Picasso, que él solía repetir, y que nos aseguraba, misterioso, que el objetivo del artista era uno solo: convencer al mundo de la verdad de su mentira.







Victalia


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Azuka, volvé que se descompuso el Eva.

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